jueves, 28 de enero de 2010

Me derrito

Son las diez de la noche y las gotas todavía me corren por la frente como si fueran las diez de la mañana. Se respira agua. El aire es una cosa inexistente, ahogada en la humedad de esta ciudad pesada, densa, en la que el subte, sin aire acondicionado, se traga a los transeúntes y le devuelve a la calle, como un eructo, un vaho de aire caliente. Cada mañana camino sobre las baldosas sueltas de los andenes de Buenos Aires, salpicándome del agua estancada ahí por meses. Baño de renacuajo o de mosquito, agua turbia que me salta asquerosamente hasta detrás de las rodillas ,sin regalarme siquiera un instante de alivio frente al calor. Al terminar el día, el subte me escupe, como a una pepa de uva, a diez cuadras de mi casa y ¡todavía me falta caminar! Acá estoy ahora, en la casa, sudando mi cuerpo frente al ventilador que trabaja desesperado, sin que su esfuerzo sirva de nada, mientras los dos escuchamos, desalentados, como el noticiero anuncia la alerta naranja por la ola de calor. Nada de actividades al aire libre, hay que evitar los golpes de calor. Al aire libre, dicen. Y yo pienso en el aire prisionero de las cuatros paredes entre las que doy clase por horas. ¿Quién decreta la alerta por golpes de cansancio?

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